jueves, 19 de octubre de 2023

3) La montaña chipriota: el Olimpo y la garganta de Avakas

Chipre, como en general las islas del Mediterráneo, es sinónimo de sol y playas, de calor y buen tiempo. Sin embargo, cuenta con zonas montañosas, la cordillera Troodos, en el centro, con el monte Olimpo como su principal cumbre con 1952 metros. En el norte, la cadena Pentadáctylos o cordillera Kirenia, que bordea esta ciudad, con una altura máxima en un monte de nombre impronunciable de 1024 metros.

Antes del viaje caímos en la cuenta que ya habíamos estado en montes Olimpo en dos países, Grecia (el original) y Turquía, y por curiosidad nos informamos: hay al menos una docena en el mundo con esa denominación, por lo que todavía tenemos margen para seguir... varios en Estados Unidos, uno en Nueva Zelanda, y otros.

Decidimos hacer una excursión al Olimpo chipriota, el monte, no otra cosa, para conocer esta zona montañosa y atraídos por una ruta senderista, el camino de Artemisa. Así que una mañana llegamos en coche hasta el punto más alto al que se  puede llegar en vehículo en el monte Olimpo. Después descendimos un poco y localizamos el camino de Artemisa.

Se trata de una ruta circular de unos ocho kilómetros que no tiene especial dificultad pues discurre por las laderas de varias montañas a unos 1850 metros de altitud, y con escasas pendientes. Y añade la ventaja de que al llegar la temperatura era fresca, 13 grados, muy adecuada para caminar, y que no volvimos a ver en el resto del viaje.

Una vez estacionado el vehículo nos pusimos en marcha. Aunque no está específicamente señalizado, el sendero resulta sencillo de seguir. Y tampoco lo hicimos en soledad, ya que cada poco encontrábamos paseantes.

El paisaje tiene un gran encanto: en todo momento rodeados de unos impresionantes ejemplares de pinos negros, rectilíneos y que en lugar de copa parece que los han desmochado, y con sus ramas oblicuas hacia el suelo.


Y junto a los pinos, una variedad de cedro que identificaban algunos carteles como de Chipre, de gran belleza. Es la variedad de cedro más rara de encontrar y solo se encuentra en esta isla.


La visión de montañas de mediano tamaño poco escarpadas acompaña al viajero gran parte del recorrido, en medio de un silencio muy placentero y una tranquilidad extrema.


Enormes pinos retorcidos de maneras inverosímiles y la contemplación en zonas umbrías de líquenes que abrazan los árboles y musgos de una finura increíble sobre algunas rocas, conforman un conjunto con mucho encanto.


La pieza mayor llegó al final de nuestra ruta (todo depende de donde comiences) cuando nos encontramos con un pino señalado como un ejemplar de nada menos que 500 años. Impresionante.


La duración de la ruta oscila entre dos y tres horas. Nosotros empleamos dos horas y cuarto y nos lo tomamos con tranquilidad. Disfrutamos del momento, de una jornada muy agradable, y no teníamos interés en acortarla. Quizás la mayor dificultad son las piedras que en ocasiones dificultan el camino y obligan a fijar la vista en el suelo para no torcer un tobillo o resbalar. Es una zona es muy rocosa pero de tipo calizo fácilmente cuarteable.


Pese a tratarse de una isla mediterránea, su flora es exuberante debido a la conjunción de temperatura adecuada, elevadas lluvias, altitud y geología.


En algunos momentos, pinos que bordean el camino nos hicieron dudar de su equilibrio, pero lo cierto es que parecían bien asentados pese a su inclinación.


Y así, pasito a pasito, sin prisa pero sin pausa, completamos una ruta que no se nos olvidará.


Tras concluir el camino decidimos complementar la excursión con una visita a Kakopetria, un pueblo que goza de justa fama situado a 19 kilómetros.

Lo primero que hicimos en Kakopetria fue elegir un restaurante entre los muchos existentes, pues es un lugar muy visitado. Nos decantamos por Stou Violani, y acertamos. La comida estuvo bien, incluso hubo quien se regaló una trucha del lugar, que le gustó. La señora fue muy amable y desde la terraza cubierta donde nos instaló teníamos una vista de lo que es un pueblo de montaña chipriota, incluso con su río pequeño pero pero caudaloso, uno de los dos que atraviesan Kakopetria.

El centro del pueblo, de algo más de un millar de habitantes, es atractivo, pero lo que buscábamos era Old Kakopetria, como se conoce su parte antigua. Nos costó un poco, pero la localizamos. 

Para llegar al casco vello de Kakopetria es preciso subir una pendiente entre casas que parecen las últimas de esta villa, pero poco después aparecen una calles estrechas bordeadas por casas de piedra.

Es un barrio pequeño, pero sin duda muy visitado, con numerosas casas de alquiler y viviendas turísticas, cuyos carteles ofreciendo alojamiento se suceden en el exterior.

Los balcones de algunas de las casas casi empatan con las de enfrente, pero fue quizás el pueblo con más encanto que vimos en Chipre, junto con Pano Lefkara, del que ya hablaremos.

Callejeamos un rato por este viaje al pasado chipriota observando construcciones que han sido remozadas, aunque no todas.

Incluso encontramos un hostal con bar donde nos tomamos un café y echamos nuestra clásica partida al chinchimonis ante la mirada atenta del camarero que como no tenía mucho que hacer nos miraba tratando sin duda de entender de qué iba el juego . Como por todo Chipre, los gatos iban a venían a sus anchas por las calles y los interiores, y en este local un cartel advertía contra la tentación de darles de comer, tanto dentro como en el exterior.

Tras este descanso dimos por finalizada la visita a Kakopetria, un pueblo del que existen referencias desde la época bizantina. Actualmente, además del turismo hay muchas casas que son segundas viviendas de familias que residen en Nicosia, atraídas por la belleza de la zona y su paisaje y suaves temperaturas. Respecto al nombre, circulan numerosas leyendas por la combinación de kakos (mal) y petrus (Pedro) de las que supuestamente surgió Kakopetria. En el pasado, hasta la Segunda Guerra Mundial, fue famoso en la isla por la cría de gusanos de seda y el posterior procesamiento de la seda.

Garganta de Avakas

No muy lejos de Pafos y cerca de nuestra primera casa (a poco más de dos kilómetros) se encontraba la garganta de Avakas, una estrecha depresión del terreno de roca caliza trabajada durante miles de años por un río que ahora (el día que nosotros estuvimos) era poco más que un regato minúsculo.

Se ha formado con el paso de los milenios una estrecha grieta que discurre a unos 30 metros de profundidad, por la que se camina con un grato fresco aunque en la superficie haga mucho calor. Y obviamente te olvidas del sol, inexistente allí abajo. 


Sin embargo, es una ruta que engaña. Tras una apariencia de sencillez y facilidad, esconde dificultades, que van aumentando según se avanza.


La principal para nosotros fue el estado resbaladizo de las rocas, a veces cubiertas con verdín y otras aparentemente secas, pero no.


Esto obligaba a caminar lentamente, con mucho cuidado, y pese a ello los resbalones resultaron inevitables.


Como compensación, un entorno agradable, mucha vegetación colgada de las paredes rocosas, y una tranquilidad solo rota por las numerosas personas que habían tenido la misma idea que nosotros.


En ocasiones aparecían árboles y también rocas en posiciones increíbles, tanto que podrías pensar que la mano del hombre había jugado un papel decorador.


Las dificultades aumentaron según profundizábamos en la garganta, pese a que el agua, en el mejor de los casos, levantaba del suelo unos pocos centímetros. Nosotros íbamos calzados de manera adecuada, pero a nuestro alrededor familias con niños pequeños hacían el recorrido con chanclas de plástico. Sorprendente.

Un desprendimiento había bloqueado el camino

Aunque nuestra intención era recorrerla en su totalidad sus tres kilómetros, no fue posible. Cuando llevábamos unos dos kilómetros de caminata nos encontramos una barrera de rocas de varios metros de altura. Dudamos si intentar sortearla e incluso una persona del grupo se adelantó para ver como estaba el panorama delante. En ese tiempo escuchamos un ruido enorme procedente de un desprendimiento no muy lejano y optamos por dar la vuelta. Las rocas calizas sobre nuestras cabezas estaban visiblemente cuarteadas y dedujimos que las caídas de piedras son algo habitual.


Así que dimos media vuelta y entendimos por qué no se cobra por acceder y, al contrario, hay carteles advirtiendo de que es un sendero de riesgo y que quien se adentre en la garganta lo hace por su cuenta y riesgo. Una forma de evitar reclamaciones.


Así que nos volvimos, ayudándonos de palos y bastones para mantener el equilibrio, que ciertamente costaba trabajo mantener: piedras y rocas que parecían seguras se transformaban en hielo en el momento en que ponías un pie encima.


Los problemas para  moverse en la garganta no le restan interés y nos encantó recorrerla siquiera parcialmente.

Aunque caminar por la garganta tiene su riesgo, el paseante no es consciente. Por el contrario, la caminata desde nuestra casa, ya que ese día no utilizamos el coche, fue mucho más dura bajo un sol justiciero del mes de octubre. 

Y, además, las obras del paseo, que ya habíamos comentado, nos obligaron a caminar sobre montones de arena y junto a máquinas excavadoras, muy incómodo,


Quizás por ello había dos amplios aparcamientos junto a la garganta y la totalidad de los visitantes llegaban en coche. Obviamente, todos o casi todos venían de más lejos.


Terminada la andaina nos tomamos un respiro en un banco. Si bien habíamos dejado atrás las rocas resbaladizas y el riesgo de caída de piedras, una vez fuera el sol reapareció. Contentos y satisfechos, retornamos caminando a nuestra casita, donde pudimos librarnos del polvo y refrescarnos en la piscina con vistas al mar.



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